miércoles, 9 de abril de 2008

RV: [RIMA] Cristina Fernández o señora de Kirchner

-----Mensaje original-----
De: rima-lista-bounces@tau.org.ar [mailto:rima-lista-bounces@tau.org.ar] En
nombre de Macky poeta
Enviado el: lunes, 07 de abril de 2008 14:27
Para: Lista de RIMA
Asunto: [RIMA] Cristina Fernández o señora de Kirchner

Fuente: Diario Crítica
http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=1778


Cristina Fernández o señora de Kirchner

El dilema, que suele ser íntimo, toma dimensiones de cuestión de Estado.
Una curiosidad de estudio: a él se le otorga la responsabilidad de todo
(estilo, discursos, coaching, política), pero a ella le trasladaron los
insultos. No estaba contemplado en la elaborada previsión de la cúpula
santacruceña ese desenlace.

Si no fuera por la secuela tortuosa de los 70, los problemas de
personalidad se reservaban para el diván del psicólogo. Casos clínicos
menores (o, tal vez, poco advertidos) de falta de identidad o de identidades
múltiples en un mismo cuerpo. La traducción popular reducía estas cuestiones
a la literatura o el cine, y de ese mdo se enteraba.
Muertes y desaparecidos, incautaciones de bebés produjeron sin embargo un
cambio brutal en ese cuadro: ya no era el problema de una mente confusa,
sino la realidad física de no saber quién era el padre, la madre, el
hermano, la familia, el trastorno de pertenecer y haberse formado con un
entorno –querido o no– que se vinculaba al propio drama oculto de la
pérdida.
Una catapulta traumática que alteró también la módica atención que la
sociedad le prestaba a estos temas: ya no eran obsesiones o carencias que un
profesional emparchaba en ciertos individuos con poca o variada
personalidad, sino el gigantesco cráter de una amputación que para colmo
casi se reconoce en un solo país, la Argentina. Dos planos, incomparables
sin duda, en los que se interrogaba el hombre frente al espejo, pero de los
cuales uno solo ha dejado sonámbulos en vida.
El dilema político de Cristina Fernandez o señora de Kirchner, por
supuesto, se emparenta con aquellas leves incógnitas psicológicas en las que
el setentismo nada tuvo que ver, aunque podría inducir a duda esa perpetua
inclinación del matrimonio oficial por estacionarse y rever aquellos
tiempos.
"Soy yo o señora de", en verdad, corresponde a reiteradas preguntas que
una mujer cualquiera se formula, son cargas habituales en dúos
convencionales sin importar el sector social y, posiblemente, en desarrollo,
según avanzan los años y la madurez. No menor, casi siempre pasajero, ese
cuestionamiento se reitera en la sociedad.
No alarma –salvo cuando a uno le ocurre– y también se diluye. O, en todo
caso, se convive o no de acuerdo con la energía que una esposa le traslada a
esa disyuntiva. Y para quien alcanza la Presidencia de la Nación, casi único
el fenónemo en el mundo, ese cuestionamiento de la simple margarita
deshojada como metáfora adquiere categoría superior, hamletiana: finalmente,
el señor de Dinamarca era un príncipe.
Ya la sucesión imparable e impensable de conflictos que atraviesa el
gobierno de los Kirchner le arrancó a la mandataria aquellas disquisiciones
sobre el rol de esposa o protagonista con las que abundaba como senadora o
primera dama. Ahora, claro, todo es distinto. Pero, quizás, más que nunca
–por esa catarata de nuevas circunstancias– parece necesario esclarecer ese
rol.
Está entendido que Cristina alcanzó la Presidencia por la ingeniería
construida por su marido. Su sombra pesa como un manto sobre ella –aunque no
sea el propósito de Néstor– y hasta el menos despierto de los argentinos
(por no hablar de los ministros) supone que el peregrinaje a Puerto Madero
es casi más sustancioso que una visita a la Casa Rosada. Pero, según la
terminología popular, la que firma y endosa es la Presidente, fue a ella
únicamente a quien descalificaron –casi en concertada decisión– todos
aquellos que participaron de la protesta general, y de la particular del
campo, en los últimos 30 días.
Una curiosidad de estudio: a él se le otorga la responsabilidad de todo
(estilo, discursos, coaching, política), pero a ella le trasladaron los
insultos. No estaba previsto en la elaborada previsión de la cúpula
santacruceña ese desenlace.
Cristina ha repetido formas del marido, a pesar de haber insinuado
transformaciones. Y son de Estado. Desde mínimos protocolos, como no recibir
embajadores –capricho y desprecio de Néstor en toda su gestión bajo la
argucia de no perder tiempo, como si tuviera mejores alternativas para
consumirlo, o como si otros colegas del mundo fueran patanes por ese
ejercicio–, a la contumacia radial de hablar en exclusiva con un ministro, a
lo sumo dos, evitando reuniones de Gabinete que la podrían nutrir (aunque no
siempre la suma de personas –menos, las que integran el actual Gabinete–
genera alimento para la inteligencia).
Práctica personalista que, obviamente, acuñó su antecesor para cimentar un
poder individual, dinástico y excluyente, que al continuarse en la mujer
parece no sufrir ni una exangüe modificación. Con esos dos argumentos, por
más que se exhiba el documento de identidad, se persiste en ser "señora de".
Tampoco ayudó la transición para diferenciarse. Y eso que se intentó. Como
una falsa oxigenación, hubo alteraciones ministeriales que no contribuyeron
al naciente cristinismo que, entusiasmado, se imaginaba un ascenso a las
alturas a costa del prestigio de los veteranos de Néstor. ¿O acaso no se
dijo que algunos no iban a continuar si persistían en la administración
indeseables como Julio De Vido? No sólo continuaron unos y otros, sino que
se lanzaron a la misma cacerola de un puchero mal hecho (como se sabe, esta
comida razonablemente preparada requiere de recipientes distintos, hervores
no comunes y, sobre todo, reniega de la mezcla de ingredientes).
Sea por azar o infortunio, lo cierto es que los recién llegados no
movieron el amperímetro y hasta se desbarrancaron varios peldaños: empezando
por el joven sobresaliente Martín Lousteau –decepción hasta para la
centroderecha, que imaginaba un rasgo de excelencia oficial por el sólo
advenimiento de un alumno del San Andrés–, siguiendo por la pálida Graciela
Ocaña (más que diminuta como reemplazante de Ginés González García), el
escaso relieve de Florencio Randazzo frente al verborrágico infundado Aníbal
Fernández, casi un bromista de la escena política al instalarse como faro
del Derecho en el Ministerio de Justicia.
Ni hablar del escaso posicionamiento previo de Juan Carlos Tedesco frente
a Daniel Filmus, ese hombre que, para colmo de males, cargará con el precio
histórico que le otorgó Cristina, quien dijo que era el ministro de
Educación más grande que había estado en la Argentina, sin reparar ni
siquiera en maestros previos de consideración más meritoria (la señora
debería ajustar sus precisiones orales: tampoco fue ocurrente ni respetuosa
al generalizar la semana pasada que el país había transcurrido, hasta que
llegaron los Kirchner, por 200 años de fracasos, como si la pareja
constituyese el punto de partida de la Nación, como si fueran los parteros
de un territorio al que hasta le podrían cambiar el nombre).
En casa, claro, uno puede decir lo que se le ocurra, siempre que la
familia sea dócil; en el cargo público, la obligación es otra: no es solo
uno el espejo en el que un funcionario se mira.
Si a estos elementos se les agrega una retahíla de percances en l00 días
de Gobierno, más compleja es la búsqueda de una identidad propia. Uno puede
regocijarse con imputaciones a los blancos y oligarcas que conspiran –es
más, hasta los puede inventar–, pero la sucesión de episodios desgraciados
ya imposibles de computar en una nota son los que explican estallidos,
movilizaciones, no el mero 9% de incremento en las retenciones (por más que
esa cifra sea demoledora para ciertos productores).
En todo caso, ese porcentaje brotado de un poder omnímodo, sin consulta ni
deliberación, hijo de la falta de diálogo entre los ministros (no sólo con
los afectados), traduce el aislamiento, la burbuja. Ni una reflexión
inclusive hacia adentro: más allá de la duración de los aumentos salariales,
la fijación del 20%, ¿fue nada más que la terquedad de un número que se le
ocurrió al ministro Carlos Tomada con la Presidente? ¿O a la determinación
que concibió el ex desde Puerto Madero?
Al contrario, esa cifra fue consecuencia de infinitas negociaciones,
concesiones múltiples –algunas non sanctas–, conversaciones ásperas entre
beneficiados y castigados, con desvíos ocultos y hasta con la certeza de que
ni siquiera fuese cierta.
¿Le pertenece a la señora de Kirchner o a Cristina Fernández ese cambio de
hábitos? Parece que la pertinacia en afirmarse contra viento y marea, luego
de lanzada la medida, corresponde más al marido que a la esposa.
También, el tono sectario y nostálgico del discurso gubernamental, casi
traído de los cabellos al confundir alpargatas con botas militares. Hay que
entenderlo como un auxilio de Puerto Madero a la Casa Rosada, como un
robustecimiento del cordón umbilical entre una sede y otra.
Al menos, así lo expresaron las formas cuando el Kirchner mayor parecía el
determinante de las reuniones, se mostraba de ese modo en las cámaras,
ordenando cánticos y banderas, encuadrando. Y eso que la entrevistadora de
Francis Ford Coppola fue ella, a menos que su admiración al film seriado del
director y al libro de Mario Puzo no sólo sea intelectual, sino, en cuerpo y
alma, a la imagen del poder que emana.
La crisis última, a pesar de los discursos sucesivos y el protagonismo
nervioso de la Presidente, determinó que es menos Cristina Fernández que
señora de Kirchner. El apellido, en este caso, actuó como una muleta. Nadie
sabe cuánta importancia ofrece esta distinción, pero seguramente, en lo
personal, ella penará esta circunstancia.
Especialmente, porque padeció un rechazo espontáneo que no podría explicar
cuando, quizás, la responsabilidad no le corresponde. Comportamientos de la
multitud que también se enanca en esa dificultad de identidad no resuelta,
con la cual se puede vivir y sufrir (la gente), pero que en algún momento de
otras crisis se volverá insoportable para el protagonista.
Cuando es enorme el agradecimiento, también lo es el precio. Dilema
gigante para una esposa amorosa con un marido extremadamente amoroso: le
obsequió lo que otros maridos no tienen la capacidad de brindar –y, si la
tuvieran, no se sabe si la brindarían–, pero, por otra parte, el ejercicio
de un poder tan exclusivo, por problemas de personalidad o identidad,
difícilmente pueda convertirla en una sonámbula de la vida, similar a tantos
otros que deambulan dramáticamente sin reconocerse en familias o padres, o
haciéndolo tardíamente.
Lo de Cristina es más benigno, incomparable, pero, también, la
contradicción –tan "clarísima", diría Lousteau, en sus discursos– la acerca
al sonambulismo de la Administración.

*Director de Ámbito Financiero



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