domingo, 8 de junio de 2008

RV: [RIMA] Diana Bellessi, por Leonor Silvestri

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De: rima-lista-bounces@tau.org.ar [mailto:rima-lista-bounces@tau.org.ar] En
nombre de Gabriela Adelstein
Enviado el: viernes, 06 de junio de 2008 15:04
Para: RIMA Tau; SafopiensaTau
Asunto: [RIMA] Diana Bellessi, por Leonor Silvestri


http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-114-2008-06-06.html
publicado en Página/12 - Soy
fecha: viernes 06 de junio de 2008
difundido por RIMA - Red Informativa de Mujeres de Argentina


ENTREVISTA

Furia y resentimiento

Huir del pueblo a los trece años, llevar un libro del Che bajo el brazo,
caer seducida por las militantes feministas americanas, iniciar una amistad
con Ursula Le Guin con unos capullitos de plátano, son algunos de los pasos
que ha dado –y no en falso– la poeta Diana Bellessi para llegar a ser quien
es. Este año la editorial Adriana Hidalgo reedita su Obra Reunida, que
incluye el famoso y agotadísimo Eroica.


Por Leonor Silvestri

¿Cómo comienza tu emigrar en busca de tu individualidad?
—A los trece años salí por primera vez de mi pueblo, Zavalla, a una ciudad
vecina, porque en el pueblo no había secundaria. Luego vinieron los años de
pensiones en Rosario, mientras estudiaba en la universidad. Las pequeñas
geografías de los pueblitos se vuelven asfixiantes como un corse, sobre todo
para una joven rebelde. Es difícil sobrevivir allí si no estás atada a los
modelos más tradicionales. Durante el onganiato cargué la mochila y me fui,
primero a Chile, donde se vivía la efervescencia previa a que el Frente
Popular ganara las elecciones. Más tarde seguí mi viaje por Latinoamérica.

¿Por qué Latinoamérica?
—Soy de una generación que creció con el concepto de la patria grande. En
aquel momento, lo mejor de viajar era no saber qué iba a suceder o cuánto
iba a durar tu viaje; el mío duró seis años. Volví un año y medio antes del
golpe del '76 y me instalé en Buenos Aires, una ciudad de la que ya estaba
enamorada. Luego las cosas se pusieron tan duras que me fui al Delta del
Paraná, en circunstancias históricas terribles, que todos conocemos. No
quería irme del país porque había pasado mucho tiempo fuera de él. A pesar
de que en las islas no estaba ausente el terror de la represión, encontré un
hogar: estarme quieta en contacto con la naturaleza fue reparador, fue como
volver al campo, volver simbólicamente a la infancia. Siento que mi vida ha
sido un constante irse y retornar, nunca al mismo lugar, pero siempre en un
intento de volver a entramar pasado y presente.

¿Quiénes te formaron en la poesía?
—Cuando era joven, los talleres literarios no eran frecuentes, se estudiaba
de manera informal. En este contexto tuve algunos maestros; el poeta Aldo
Oliva, por ejemplo, fue muy importante para mí; más tarde, Alejandra
Pizarnik y Miguel Angel Bustos. En un momento posterior fue significativa la
influencia de Barbara Deming, una feminista y luchadora social
norteamericana, cuyos ensayos me resultaron iluminadores; de igual modo lo
fueron Ursula Le Guin y Griselda Gambaro.

¿Tenés noción de que sos hoy una de las grandes formadoras de poetas de este
país?
—No. Lo que tengo es conciencia de que gente más joven de edad o más joven
en la escritura ha establecido en muchas circunstancias un diálogo conmigo,
que ha progresado hacia un diálogo de pares. Si hay un momento
transferencial en el que yo ocupe un lugar de maestra, esto paulatinamente
se transforma en una relación entre autores que crecemos juntos.

Es famosa tu amistad con la muy admirada Ursula K. Le Guin. ¿Cómo se
conocieron?
—De uno de mis viajes a Estados Unidos me traje un pequeño libro con sus
poemas publicado por Capra Press, una editorial independiente de California.
Fue lo primero que leí de Ursula. Al poco tiempo descubrí, en las librerías
de Buenos Aires, sus ficciones publicadas por la editorial Minotauro. Fue
entonces que compré El nombre del mundo es bosque, y en cuanto leí la
novela, morí por ella. Me atrapó su prosa, los mundos que construye y la
dimensión ética de los personajes que viven en ellos; otros mundos que, como
diría Eluard, siempre están en éste. A partir de allí seguí leyendo todos
los libros de Ursula que pude conseguir. Lo que me pasó como lectora fue
devastadoramente hermoso. El nombre del mundo es bosque, una metáfora de la
guerra de Vietnam, transcurría en una selva que por momentos se parecía al
monte del Delta del Paraná, donde yo vivía. Estaba tan conmovida por la
lectura que durante la primavera en la isla, cuando a los plátanos se les
caen unos capullitos dorados, junté un puñado, los puse en una cajita,
escribí dos frases y lo mandé a Capra Press —en cuya mediación yo confiaba
por tratarse de una pequeña editorial de poesía—, con la esperanza de que se
la reenviaran a Ursula. Así lo hicieron y a los quince días tuve una
respuesta de ella, que me mandaba unas hierbas aromáticas del desierto de
Oregon y unas palabritas. A partir de ahí iniciamos una correspondencia
constante y apasionada que se ha sostenido por mucho tiempo. Más tarde nos
tradujimos mutuamente y, poco después, nos encontramos en Estados Unidos.
Siempre sigo esperando los nuevos libros de Ursula, y el vínculo personal
con ella nunca opacó mi pasión por su escritura.

Sos considerada una poeta política, especialmente dentro del feminismo.
¿Cómo llegaste ahí?
—A los catorce años llevaba La guerra de guerrillas del Che debajo del
brazo. Luego, en la universidad formé parte del Malena, el Movimiento de
Liberación Nacional, y más tarde me acerqué al trotskismo. Por otro lado, en
aquella primera estadía neoyorquina me topé con las feministas
norteamericanas de la década del '70, que venían de las luchas por los
derechos civiles de las minorías y también se habían levantado contra la
guerra de Vietnam. En este contexto, las feministas y las feministas
lesbianas produjeron un gran impacto en mi vida. Recuerdo la primera vez que
vi a un grupo de mujeres preciosas que repartían folletos en una placita de
Manhattan y llevaban en sus boinas botones que decían Lesbian Ignite. Por
entonces trabajaba en una fábrica metalúrgica del sur del Bronx, y me
enseñaba inglés a mí misma leyendo a las poetas norteamericanas
contemporáneas, al mismo tiempo que intentaba descifrar una columna del
periódico Village Voice, escrita por Gilles Johnston, que se llamaba
"Lesbian Nation". Aunque todos estos orígenes son importantes para mí y han
construido mucho de lo que soy, el más fuerte de todos ellos es mi propio
origen de clase, el motor creador de esta identificación y también la furia
del resentimiento siempre reaparecen.

¿Y el feminismo hoy en tu vida?
—Algunas pensábamos que la única forma era cambiar por completo la sociedad;
otras, que se debía mejorar el mundo en el que vivís mientras luchás por uno
diferente, y ambas posturas me parecen legítimas. Exigir el derecho al
aborto, por ejemplo, o el derecho a establecer relaciones afectivas con
quien te dé la gana, sin que tu pareja quede privada de cosas tales como las
coberturas sindicales de salud, o el derecho de herencia, entre muchas otras
que todos conocemos. Pero, aun obteniendo estos derechos dentro de una
sociedad clasista, no se podrá salir de la trampa de que la bonanza de una
minoría se asiente en la opresión y la desgracia de una mayoría
económicamente desposeída.

¿Notás algún avance en el reconocimiento de las relaciones entre mujeres?
Cuando terminé el primario, mi mamá me preguntó qué quería hacer y yo le
dije: "Quiero ser actriz y escritora". Mi mamá respondió: "Eso no es para
nosotros, hija —para nuestra clase social quería decir—. Pero le voy a
preguntar a la maestra". Así logré llegar a la escuela secundaria —estatal y
gratuita, un derecho conseguido— y convertirme en escritora. Pero no sé qué
hubiera pasado si le hubiese dicho a mi mamá: "Quiero ser lesbiana". Aunque
quede mucho por conseguir, esas luchas específicas de las que hablamos antes
han achicado la pesadilla, habilitando nuevas formas de derecho a las
subjetividades heridas.

¿Por qué suponés que el lesbianismo es más visible en la poesía argentina?
—Creo que hay en general una mayor visibilidad de las lesbianas, por
supuesto no sólo entre las poetas. Y no dudo que esto es posible por esas
mismas luchas que venimos mencionando. Ya no es tan terrible que una chica
se enamore de otra chica, al menos en ciertos espacios urbanos y ciertas
clases sociales. Pero el haber experimentado la prohibición, de la que hoy
muchas mujeres están en tránsito de liberarse por el proceso de politización
que permite desarticularla, puede haber facilitado —aunque esto suene
también un poco reduccionista— cierta fuerza creadora que ahora es vista en
diferentes ámbitos sociales y no sólo en el de la poesía.

¿Coincidís con el término "literatura de género", donde se engloba la
producción de poetas lesbianas, entre otras?
—No. ¿Habría acaso una categoría de autores llamados "heterosexuales
clásicos" que producirían literatura, y todos los demás, literatura de
género? Grandes poetas que se enuncian públicamente como lesbianas o en cuya
poesía, entre otros muchos asuntos, incluyen también el enunciado de su
deseo hacia otra mujer, son encerradas en una categoría demasiado estrecha.
Muchas salimos en su momento a la pesca de la diferencia y quizás alguna
observación escrita al respecto tenga su valor, pero construir cajitas y
etiquetas le abre la puerta al peligro de los esencialismos a los que se
intenta desarmar. Toda hermenéutica que se proponga reducir el sentido de
una obra a ciertos elementos de la biografía del autor es siempre peligrosa.

¿Cómo te llevás con el mote de poeta lesbiana?
—No sabía que tenía ese mote. Me llevo mal como con cualquier otro rótulo,
es una encerrona, pareciera que todo lo que se produce quedara confinado
dentro de esa cuadrícula, y lo cierto es que en la poesía somos convocadas a
tratar muchos otros asuntos también propios de la condición humana. Pero me
llevaría mal también con otros motes: si dijeran Bellessi, "la poeta
campesina", igual me parecería reductor.


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